lunes, 16 de marzo de 2020

La Tregua - Mario Benedetti - Editorial Alfaguara


Mario Benedetti 
Por Remedios Mataix
(Universidad de Alicante)

Mario Benedetti nació en Paso de los Toros (Tacuarembó, Uruguay) el 14 de septiembre de 1920, hijo de Brenno Benedetti y Matilde Farrugia, quienes, siguiendo sus costumbres italianas, lo bautizaron con cinco nombres familiares como Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia.

La familia residió en Paso de los Toros durante los primeros dos años de vida del autor, para luego trasladarse a Tacuarembó y Montevideo. Allí, en 1928, Benedetti inicia sus estudios primarios en el Colegio Alemán, al que seguirían el Liceo Miranda, donde realizó estudios secundarios de manera incompleta por las dificultades económicas familiares, y la Escuela Raumsólica de Logosofía.

Desde los catorce años trabajó en la empresa Will L. Smith, S.A. de repuestos para automóviles, en la que hizo prácticamente de todo: fue vendedor, cajero, taquígrafo, contable; hasta que en 1939, acompañando como secretario al líder de la Escuela Raumsólica (de la que formaron parte también su familia y la familia de Luz López Alegre, quien después sería su esposa), se trasladó a Buenos Aires, donde hizo también un poco de todo, pero especialmente -según contaría más tarde, leyendo a Baldomero Fernández Moreno- descubrir su vocación de poeta. Volvió a Montevideo en 1941, donde pronto consiguió una plaza de funcionario en la Contaduría General de la Nación y donde (desde 1945 hasta 1974, con la clausura de la publicación), se integró en la redacción del semanario Marcha, un importante foro de reflexión y análisis clave en la cultura rioplatense, en el que se formaron hasta tres generaciones uruguayas de intelectuales (con Juan Carlos Onnetti, Eduardo Galeano, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti o Idea Vilariño como nombres principales) de cuya sección literaria Benedetti sería director en 1954.

Ese mismo año de 1945, publica su primer libro de poemas, La víspera indeleble, que no se volverá a editar, y un año después, el 23 de marzo de 1946, contrae matrimonio con Luz López Alegre, su gran amor y compañera de vida, a la que conocía desde que eran niños. Un año más tarde el matrimonio recorre parte de Europa con los padres de Luz, en un viaje que será el preludio del que harán en 1957, mucho más largo.

De regreso en Montevideo, en 1948 dirige la revista literaria Marginalia y aparece su primera obra ensayística, Peripecia y novela (1948), a la que siguió su primer libro de cuentos, Esta mañana (1949), con el que obtuvo el Premio del Ministerio de Instrucción Pública, galardón al que Mario Benedetti accedió en repetidas ocasiones, hasta que en 1958 renunció a él por discrepancias con su reglamentación. Por esas mismas fechas participa activamente en el movimiento contra el Tratado Militar con los Estados Unidos, su primera acción como militante, y publica los poemas de Sólo mientras tanto (1950), editado por Número, una de las revistas literarias más destacadas de la época, de la que Benedetti fue miembro del consejo de redacción, y que se hará cargo también de las ediciones de Marcel Proust y otros ensayos y El último viaje y otros cuentos, posteriormente integrados a otros títulos.

En 1953 aparece Quién de nosotros, su primera novela, que, aunque bien recibida por la crítica, pasará casi desapercibida entre el público y tendrá que esperar al tirón del volumen de cuentos Montevideanos (1959) -en los que toman forma las principales características de la narrativa de Benedetti- y especialmente al de su siguiente novela, La tregua (1960), para ser leída con atención.
Fue esa última obra, La tregua, la que supuso la consagración definitiva del escritor y el inicio de su proyección internacional (la novela tuvo más de un centenar de ediciones, fue traducida a diecinueve idiomas y llevada al cine, el teatro, la radio y la televisión), que corren paralelas a la creciente relevancia de Benedetti como poeta desde el rotundo éxito que disfrutaron sus Poemas de la oficina (1956).

Pero ese año 1960 es una fecha significativa también para la trayectoria personal y política del autor. Ha vivido cinco meses en Estados Unidos (que, dijo, se le «atragantó» por múltiples motivos: el materialismo, el racismo, la desigualdad), se adscribe abiertamente al grupo de intelectuales afines a la Revolución Cubana («un sacudón que nos cambió todos los esquemas, que transformó en verosímil lo que hasta entonces había sido fantástico, e. hizo que los intelectuales buscaran y encontraran, dentro de su propia área vital, motivaciones, temas y hasta razones para la militancia») y a raíz de todo esto escribe su primer texto explícitamente comprometido, El país de la cola de paja (1960).

Desde entonces aumentará su participación política y vivirá unos tiempos de intensa actividad intelectual (trabaja como crítico y codirector la página literaria del diario La mañana, colabora como humorista en la revista Peloduro, escribe en La Tribuna Popular, viaja a México para participar en el II Congreso Latinoamericano de Escritores, es Miembro del Consejo de Dirección de Casa de las Américas de La Habana y funda y dirige allí el Centro de Investigaciones Literarias hasta 1971), literaria (Gracias por el fuego, 1965, El cumpleaños de Juan Ángel, 1971, Letras de emergencia, 1973, La casa y el ladrillo, 1977, Cotidianas, 1979) y también militante: lidera el Movimiento de los Independientes del 26 de Marzo que luego integrará el Frente Amplio (alternativa a los dos clásicos partidos: el Blanco y el Colorado). Tras el Golpe de Estado del 27 de junio de 1973 renuncia a su cargo en la universidad y, por sus posiciones políticas, debe abandonar Uruguay, partiendo a un largo exilio de casi doce años que lo llevó a residir en Argentina, Perú, Cuba y España, y que dio lugar también a ese proceso bautizado por él como desexilio: una experiencia con huellas tan profundas en lo vital como en lo literario.

Tras esos largos años en los que vivió y escribió alejado de su patria y de su esposa, quien tuvo que permanecer en Uruguay cuidando de las madres de ambos, Benedetti regresa a su país en marzo de 1983, se integra como Miembro del Consejo Editor en la nueva revista Brecha, que dará continuidad al proyecto interrumpido de Marcha, y sigue escribiendo, engrosando una ya extensa trayectoria poética (Recuerdos olvidados, 1988, Viento del exilio, 1981 Primavera con una esquina rota, 1982, Las soledades de Babel, 1991, Preguntas al azar, 1986, El mundo que respiro, 2001, Insomnios y duermevelas, 2002, El porvenir de mi pasado, 2003, Existir todavía, 2004, Adioses y bienvenidas, 2005, Testigo de uno mismo, 2008), narrativa (Geografías, 1984, La borra del café, 1992, Andamios, 1996), y ensayística (Perplejidades de fin de siglo, 1993) que disfruta de un reconocimiento internacional merecedor de innumerables premios y galardones.

El autor repartirá su tiempo entre sus residencias de Uruguay y España hasta que tras el fallecimiento de su esposa en 2006 se traslade definitivamente a su residencia en el barrio Centro de Montevideo, Uruguay. Con motivo de su traslado, Benedetti donó parte de su biblioteca personal en Madrid al Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Alicante que lleva su nombre.

En los últimos años la salud del escritor se resiente y es hospitalizado a menudo hasta que el 17 de mayo de 2009 muere en su casa de Montevideo, a los 88 años de edad. El gobierno uruguayo decreta duelo nacional y dispone que su velatorio se realice con honores patrios en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. A los pies del ataúd se acumulan decenas de flores y bolígrafos que la gente deposita como último tributo al escritor. Al día siguiente el féretro es trasladado desde el Congreso hasta el Cementerio Central, donde se le rinde homenaje, en cortejo por las calles de Montevideo acompañado por miles de personas. Desde el 19 de mayo el cuerpo del poeta descansa junto al de su esposa Luz en el cementerio del Buceo de Montevideo.




La tregua, de Mario Benedetti: la duración de la felicidad
Como la mayoría de las obras de Mario Benedetti, La tregua se caracteriza por una prosa intimista y no carente de lirismo. No en vano, Mario Benedetti es uno de los poetas hispanoamericanos más relevantes, lo que se deja traslucir en su narrativa, ya sean relatos o, como en este caso, novela.

La tregua está escrita en forma de diario. Quien lo escribe es Martín Santomé, un viudo a punto de cumplir cincuenta años, que al parecer era la edad necesaria por entonces para jubilarse en Uruguay. Martín tiene tres hijos, Esteban, Jaime y Blanca, con quienes no mantiene una relación demasiado buena, exceptuando a Blanca, con quien se permite ciertas confidencias y que, además, sirve como nexo de unión con sus otros hijos.

Para Martín, a quien apenas queda un año para alcanzar su retiro, la idea de pasar sus horas de ocio es algo que le alienta y le preocupa al mismo tiempo, pues nota con pesadumbre cómo el paso del tiempo hace cada vez más mella en él, y siente la incertidumbre de que su jubilación tal vez no le sirva para poder disfrutar de su ocio y teme que éste se convierta en una nueva rutina monótona y gris como aquella en la que se sume a diario en la oficina para la que trabaja llevando la contabilidad. Como expresa el protagonista en su diario:

Tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada y nada acontece, y nada me conmueve hasta la raíz.

Un día, sin embargo, esa existencia monótona se ve sacudida de forma súbita con la llegada de una nueva empleada a la oficina: se trata de Laura Avellaneda, una mujer joven y atractiva de la que él además será su inmediato superior. Comienza a producirse aquí una metamorfosis en Martín quien acaba irremediablemente enamorado de Laura, aunque al principio siente ciertos reparos por la diferencia de edad que tienen ambos. Uno de los puntos más logrados de este libro es precisamente comprobar cómo se produce esa evolución en Martín, como va pasando de un indudable interés basado meramente en el atractivo de Laura Avellaneda hasta un profundo enamoramiento del que ya no podrá escapar. De esta forma, esa atracción comienza con esta anotación en su diario:

Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de estos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmente. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso sustituibles.

Hay un momento en el que Martín no puede más y sentados a la mesa de un café, le confiesa su enamoramiento, algo que ella también ha percibido, pero en ese momento, el milagro sucede y lo que podría haber acabado con un rechazo de Laura se convierte en un amor aceptado y correspondido:

Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: Te quiero. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia.

Amor que Martín viene a reiterar en sucesivos pasajes de su diario, en los que insiste en la idea de que la sola presencia de Avellaneda le basta para sentirse dichoso:

Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.

De esta forma, Martín nos desgrana en su diario una especie de teoría sobre la felicidad:

De pronto tuve la conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volveré a serlo, pero lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así. Además estoy seguro que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas.

Al mismo tiempo que transcurre esta historia de amor, conocemos otros aspectos de la vida de Martín, como el recuerdo de su querida esposa Isabel, o ciertos encuentros con amigos de toda la vida, o la relación con sus hijos. Su hijo Jaime, por ejemplo, confiesa en un momento dado que es homosexual, lo que provoca la ira de su hermano Esteban, que le agrede. Jaime abandona la casa dejando una nota terrible llena de reproches para su padre, que se entera de su condición de homosexual a través de su hija Blanca. Al mismo tiempo esta nota sirve para que se descubra la relación secreta que mantienen Martín y Avellaneda, pues Jaime le dice haberlos vistos juntos. Eso obliga en cierto modo a Martín a sincerarse con su hija y llega incluso a presentarle a Laura, haciéndose ambas muy amigas, lo que no hace sino aumentar la felicidad de Martín, que siente que está viviendo un momento pletórico y, ahora sí, anhela la llegada de su jubilación para poder entregarse por completo a una vida con su amada Laura, o Avellaneda, como a él le gusta llamarla. Todo va bien hasta que encontramos una entrada en su diario que nos revela lo efímera que puede llegar a ser la felicidad. Esa entrada, fechada un 23 de septiembre, dice así:

Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío.

El golpe de efecto que se produce tras esta entrada, no se retoma hasta varios meses después, en el diario de Martín. En una entrada más que memorable, nos explica que no siente rencor contra Dios, y que ha llegado a una especie de pacto con Él:

…El 23 de septiembre no sólo escribí varias veces “Dios mío”. También lo pronuncié, también lo sentí. Por primera vez en mi vida, sentí que podía dialogar con Él. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja, vacilante, como si no estuviera seguro de sí. Tal vez yo haya estado a punto de conmoverlo. Tuve la sensación, además, de que había un argumento decisivo, un argumento que estaba junto a mí, frente a mí, y que pese a ello, yo no podía reconocer, no podía incorporar a mi alegato. Entonces, pasado ese plazo que Él me otorgó para que yo lo convenciera, pasado ese amago de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a ser la toda poderosa Negación de siempre. Sin embargo, no puedo tenerle rencor, no puedo manosearlo con mi odio. Sé que me dio la oportunidad y que no supe aprovecharla. Quizá algún día pueda asir ese argumento único, decisivo, pero para ese entonces yo ya estaré atrozmente ajado y este presente más ajado aún. A veces pienso que si Dios jugara limpio, también me habría dado el argumento que debía usar contra él. Pero no. No puede ser. No quiero un Dios que me mantenga, que se decida a confiarme la llave para volver, tarde o temprano, a mi conciencia; no quiero un Dios que me brinde todo hecho, como podría hacer uno de esos prósperos padres de la Rambla, podridos en plata, con su hijo pituco e inservible. Eso sí que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que Él es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.

En La tregua, Mario Benedetti nos expone a través de sus personajes diferentes concepciones de la felicidad y del amor al tiempo que habla de algo mucho más genérico: cómo afrontar la vida un día tras otro y la asunción de que la felicidad no se encuentra en las cosas más complejas, sino en la sencillez y en la cotidianidad. Quizá la felicidad no llegue a ser más que una tregua, nos dice Mario Benedetti, pero merece la pena luchar por ella.


La tregua. Mario Benedetti. Editorial Cátedra






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